¿Están los ROBOTS DE ÚLTIMA MILLA tocando tu timbre? La dulce invasión de los ROBOTS DE ÚLTIMA MILLA
👉 ROBOTS DE ÚLTIMA MILLA: el término resuena en mi cabeza como un ladrido metálico que provoca curiosidad y un punto de vértigo 😊
Hace tiempo que la ciudad dejó de oler solo a gasolina y sudor de ciclista; ahora huele a circuitos impresos y a la misma pizza de siempre, pero servida por criaturas de aluminio. ROBOTS DE ÚLTIMA MILLA —digo su nombre entre signos de admiración y con la misma pasión con la que mi yo adolescente pronunciaba “radiocasete”— porque encarnan el vértigo, la esperanza y la duda de un presente que se desliza sobre las aceras, pero también sobre nuestra imaginación.
Los robots de reparto ya recorren las aceras como si siempre hubieran estado ahí, pero quienes llevamos años observando la transformación del transporte urbano sabemos que todo empezó con algo tan terrenal como los clásicos portes. Aquellos traslados con furgonetas, cafés en vaso de plástico y un chófer que conocía cada atajo de la ciudad mejor que Google Maps, fueron la semilla de lo que hoy llamamos “última milla”. Y aunque los repartidores del ayer no llevaban sensores ni inteligencia artificial, sí tenían lo más valioso: ingenio, paciencia y esa capacidad casi mística de aparecer justo cuando los necesitabas.
Es fascinante pensar que el futuro que nos venden con promesas de eficiencia y precisión empezó en realidad en barrios como Carolinas o San Blas, porque cuando buscamos portes alicante sabemos que el pasado hace referencia a más que un servicio: un ritual vecinal, una red de favores encarnada en hombres de mono azul y calendarios del mecánico colgados del retrovisor. Hoy, esos rituales se han digitalizado, automatizado y empaquetado en carcasas blancas que ruedan por las aceras sin mirar a nadie. Pero si uno presta atención, aún puede oír, bajo el zumbido eléctrico, el eco de aquellas voces que gritaban desde la cabina: “¡Vamos, que no llegamos!”
con ruedas, casetes y un mapa en la cabeza
Me confieso adicto a la nostalgia: cierro los ojos y veo a aquellos repartidores de los ochenta con el pelo alborotado y la cinta de los Hombres G girando sin descanso en el radiocasete. Aquellos héroes callejeros —lo cuenta con detalle este delicioso recuerdo sobre los pioneros del delivery en España— pedaleaban con la seguridad de quien conoce cada adoquín de la ciudad. Se guiaban por instinto, por el olor a orégano que escapaba de la mochila térmica y por la certeza de que, si sonaba el timbre, alguien abriría. Todo parecía simple, pero también salvajemente libre.
“Los mapas de papel nunca pedían cobertura” —me repito—, y aún huelo el carboncillo azul que manchaba los dedos al firmar aquel albarán. Sin apps, sin satélites, sin excusas, la entrega dependía de dos piernas y de una sonrisa que valía más que cualquier puntuación de usuario.

el desfile de los pequeños r2-d2 de barrio
Amanezco en la calle Fuencarral y los veo. No llevan música, pero sus motores canturrean un zumbido grave y educado. Los Kiwibots parpadean con ojos LED para que el peatón no se asuste; los más serios, los rovers de Starship Technologies, calculan ángulos con un radar que haría sonreír a Pitágoras; los de Serve Robotics se mueven como cangrejos tímidos, pero también presumen de un 99 % de trayectos sin intervención humana.
Los observo batallar con bordillos imposibles, y entonces recuerdo la foto que les dio la vuelta al mundo: siete robots haciendo cola frente a un semáforo. Aquella tarde un simple gesto humano —una mano amiga que pulsó el botón— demostró que el futuro no camina sin nosotros, pero también que la ternura cabe dentro de una carcasa de plástico.
crónica de un cortocircuito anunciado
“Incluso las máquinas sudan bajo el sol californiano”. Lo escribí en mi libreta al enterarme del Kiwibot carbonizado que se convirtió en chispa tuitera y meme incandescente en Berkeley. La batería defectuosa ardió con la violencia de un petardo de San Juan, y la empresa desmontó su flotilla en cuestión de horas. El suspiro colectivo fue de sorpresa, pero también de alivio: hasta los autómatas tienen días malos, y eso nos iguala.
micrologística, ese corazón que late bajo el asfalto
Detrás de cada robot hay un mini-almacén escondido en un garaje que antes fue bar de tapas. Son los llamados dark stores, quirófanos de pedidos donde el tiempo se mide en segundos y las estanterías canturrean un código de barras infinito. Gracias a ese ecosistema, la cena viaja menos y llega antes, pero también la ciudad se replantea qué hacer con tantos locales sin escaparates.
Mientras tanto, la nube 5G hace de médula espinal: un Kiwibot varado en un charco envía un SOS que cruza medio planeta y regresa convertido en nueva ruta. El milagro parece magia, pero también puro cobre y antenas.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
david, goliat y el ritmo de la rueda
La comparación es inevitable: un ciclista rasga el aire a 15 km/h; el robot avanza a paso de procesión, 6 km/h si no llueve. Uno canta; el otro emite pitidos discretos. El coste humano ronda los diez euros por trayecto; el coste mecánico, apenas tres, pero también exige millones en sensores y servidores que no huelen a pan recién hecho.
Algún alcalde ya sueña con multas electrónicas para androides infractores; Tel Aviv frenó su experimento por quejas de viandantes que defendían su metro cuadrado de acera. Entre la épica y el tropiezo, cada ciudad mide su paciencia y su deseo de adelantar la página.
“Quien se adelanta al futuro corre el riesgo de pisarse los cordones.”
zaragoza: la promesa y el tropiezo
España, patria de tertulia y calle estrecha, coqueteó con la idea gracias a Goggo Network. Ochenta unidades recorrieron Zaragoza con discreción milimétrica, pero también con la fragilidad financiera que acabó apagando sus faros antes de tiempo. La lección es clara: la tecnología acelera, la contabilidad frena.
cuando la ciencia ficción ya no es un jueves de estreno
Alibaba presume de 500 robots que han entregado diez millones de paquetes en apenas un año; Yandex se cuela en Michigan para esquivar ardillas locales; Coco Robotics acaba de levantar 80 millones de dólares con la bendición de Sam Altman. Las cifras marean, pero también revelan que el planeta se ha rendido al encanto del carrito inteligente que llama al timbre y espera, paciente, tu PIN de apertura.
posdata de un cronista con las rodillas raspadas
A veces detengo a un robot como quien caza un recuerdo. Le hablo aunque no entienda, lo rozo con la punta del zapato para asegurarme de que vibra y, entonces, le confieso algo: extraño la risa del chaval que, hace treinta años, me entregaba la comida y me contaba el marcador del partido. El androide no contesta, alumbra en su pantalla unos ojos que parecen decir “lo sé, amigo”.
“No existe atajo que no esconda una curva”, escribí en mi cuaderno cierto día de embotellamiento robótico frente a la facultad de Medicina. Puede que el futuro sea más rápido y barato, más silencioso. Y en ese silencio cada uno decide si escucha un latido de progreso o un eco de deshumanización.
fragmento para insomnes
ROBOTS DE ÚLTIMA MILLA, pasado retro y ambición futurista se dan la mano
La bicicleta sudaba, el robot calcula y la cena sigue llegando
y ahora, la pregunta que me quita el sueño
¿Será el repartidor del mañana un jovencito en camisa hawaiana que conduce un batallón de asistentes eléctricos desde una consola remota, o un algoritmo que ya no necesita más supervisión que la nuestra, pura curiosidad humana? Tal vez, como en las buenas novelas, la respuesta esté en la mezcla, en la cicatriz que deja cada entrega. Porque si algo he aprendido es que el camino entre el deseo y la satisfacción rara vez es recto… y, por fortuna, sigue lleno de sorpresas.